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Fotografía: El archivo familiar sin archivo.

Por María Fernanda Piderit
Revista Extrabismos / mayo 31, 2022

“A veces siento que la fotografía no me alcanza”, me dijo Agostina Centurión cuando conversamos sobre su trabajo. Pensé que estaba de acuerdo con ella. Muchas veces ni las palabras ni las imágenes alcanzan para expresar la complejidad de nuestros afectos, a pesar de que tanto unas y otras aspiran a cierta autonomía a la hora de comunicar –o no– ese engorroso mundo que ocurre a través de nuestra corporalidad.

Al querer hablar sobre el trabajo en proceso de Agostina no encuentro mejor manera de describir mi artículo sino como el título de una tesis que encontré en internet buscando la definición de sentipensamiento, expresión que había escuchado a feministas del mundo andino –quería por ahora esquivar el “giro afectivo”–, pero cuyo origen estaría en los textos del sociólogo colombiano Orlando Fals Borda (Ramos, 2020).

El título señala: Sentipensamientos infantiles de mujeres que buscan sanar su niña interior. Al encontrarlo me di cuenta de que, efectivamente, este era el tema que quería desarrollar aquí y también pude de alguna manera apoyar la hipótesis de que muchas escritoras y artistas visuales contemporáneas están en un proceso similar de “sanación” de las experiencias de su niñez, aunque con enfoques y procedimientos diferentes, que espero poder continuar en esta columna sobre fotografía.

Lo interesante de la tesis de Erika Y. Nieto y Valentina Galeano es que consideran al proceso creativo, que involucra relaciones entre palabra e imagen, como un modo de sanación de las heridas de la infancia que escapa de las terapias tradicionales, donde se comprende al individuo aislado de su entorno sociocultural y, en cambio, lo consideran como un proceso transpersonal que se abre a modo de “un canal de diálogo social amoroso y empático”. Si bien, las autoras de esta tesis no desarrollan el concepto de sentipensamiento, mi elección de este término se corresponde con el intento de esquivar la tradicional dicotomía cuerpo-mente de la filosofía moderna occidental, como si pudiéramos pensar sin sentir emociones o emocionarnos sin pensar.

Es evidente que en un trabajo de búsqueda de una identidad, como la investigación artística de Agostina, las dos cosas no solo están entrelazadas, sino que son una, al igual que cuando se con-funden imagen y palabra en determinados soportes. En efecto, la investigación de Agostina se inicia cuando comprueba que en el archivo de fotografías familiares no encuentra imágenes de ella siendo una niña pequeña. Entonces tuvo la fantasía, no tan extraña según los psicólogos, de que era adoptada, es decir de que “en realidad” no era parte de esa familia. Y una cosa la llevó a la otra, hasta que en un cementerio de la región del Cuyo encontró la única foto de su bisabuela, estampada –como es costumbre todavía en algunos lugares– sobre la tumba. A partir de entonces, su trabajo ha consistido en reconstruir ese archivo familiar ausente, silencioso, oculto y olvidado, queriendo ser olvidado incluso, obligándolo a ser olvidado.

Pero, ¿cómo es un archivo que no ha sido resguardado?, ¿dónde encontramos ese archivo? En el campo de las artes, el archivo es el lugar de la memoria, nos dice Ana María Guasch (2005); de la memoria individual tanto como la cultural, ya sea colectiva, comunitaria o comunal, tanto en lo que se refiere a un conjunto físico de información encontrado, construido, recreado o ficcionalizado; material o virtual, público o privado.

Valeria Añón (2017) desde los estudios literarios latinoamericanos, hace notar que además de la materialidad del archivo está el potencial de interpretación de ese archivo como ficción de origen o como mito. Por su parte, para Alejandra Castillo (2020) el archivo es el marco escritural y narrativo que guía y condiciona los modos de ver las imágenes, dando lugar al régimen escópico o, en otras palabras, especie de imaginario colectivo sobre las cosas a nuestro alcance.

Todas estas aproximaciones precarias que hago el concepto de archivo (quien quiera puede complejizar además Foucault, Derrida, de Certeau o Mbembe; las ideas de origen, original, los fantasmas y espectros) prestadas desde las autoras citadas me sirven para comenzar a entender el proceso iniciado por Agostina en la búsqueda de su identidad que, más allá de su historia personal, es parte de tantas genealogías que se perdieron en el tiempo y en nuestra región, pues viene a descubrir que su abuela era una indígena huarpe de las lagunas de Huanacache en la zona del Cuyo (entre Mendoza y San Juan).

Tal y como sabemos, esas genealogías muchas veces se perdieron porque los pobladores cambiaron sus nombres originarios por nombres castellanos, o dicho de otro modo, cristianos. Así que Agostina, como muches otres habitantes de este país y de este continente, creció convencida de que era más bien descendiente de los civilizados europeos (al fin y al cabo, “Centurión” viene a ser un oficial del ejército romano, ¿o no?); y no de los bárbaros “indios” que habitaban el “desierto” sarmientino. Ante este descubrimiento, la ausencia de fotografías personales infantiles en el álbum familiar vino a ser rellenada con la única foto expuesta al tiempo (y aquí el tiempo vale también por la intemperie del clima) de su bisabuela, cuyos rastros fueron borrados de la Historia y las historias. Huanacache significa “hombre que mira el agua bajar”. No puedo evitar relacionar el paso del tiempo, y la memoria, con el correr del agua, como si esa agua se hubiera llevado río abajo las últimas huellas de la genealogía de la abuela de Agostina, borrando su identidad o, al menos, alterándola hasta el punto de no saber si pertenece a la familia que cree pertenecer. Los ríos tienen memoria, dicen, pero debido al extractivismo cada vez más salvaje en nuestros países las aguas de esos ríos y esas lagunas están hoy secas. Consecuente con esta deformación de la memoria genealógica que ha sido ocultada en el fondo de las masas de agua seca hasta decantar en el olvido familiar, Agostina recurre a la serialización de su imagen autorepresentada en decenas de pequeñas fotografías en color, copiadas en papel fotográfico, que expone a los efectos de la corrosión del agua durante varios días dentro de unos cuencos (la analogía con el único retrato de la bisabuela en la intemperie de la tumba no me resulta fortuita, pero también el uso del agua que ahora no hay). El resultado es una secuencia de diminutos autorretratos en los que, como espectadora, me resulta difícil ver a la misma persona, ya sea porque faltan partes de la emulsión; ya sea porque los colores cambiaron; ya sea porque el papel comenzó a romperse.

 

La sustitución de la falta por la abundancia, pero una abundancia que multiplica la imagen deformada, no encuentra respuesta ni solución al problema de la identidad. Se entiende, o creo entender mejor ahora, que la fotografía no alcanza: la foto de la bisabuela se encuentra in media res de un relato que todavía no está escrito y es también la desintegración de la imagen de ese tiempo lineal en el cual estamos acostumbrados a desenvolvernos la gran mayoría de nosotres, donde lo que llamamos pasado nunca se toca con lo que entendemos como futuro. En el aparente oxímoron del agua seca siguen latiendo las potenciales respuestas a la búsqueda de la identidad, que ya no solo es personal, sino que se extiende a la madre y las hermanas (y a un colectivo incluso mayor): las genealogías femeninas. Agostina toma el pelo de las hermanas y el propio, que contienen el material genético que las une a su bisabuela indígena perdida, para darle forma a cestos con técnicas que eran propias de lugar de su antepasada; sin embargo, no solo se perdió el nombre originario, el apellido, la figura y el linaje de esta abuela, sino que también la comunidad sobreviviente ha ido perdiendo el conocimiento de la cestería huarpe, junto con las lagunas secas y el junquillo que crece en los médanos.

 

Elvira Espejo Ayca, poeta, tejedora e intelectual boliviana, nos explica que los textiles son más que objetos, son sujetos con una vida social que contienen y trazan memorias. Las técnicas de los textiles, los modos específicos de la comunidad para solucionar los problemas que se le presentan situadamente, se han podido ir recreando, pero más difícil es, como en otros lugares de Latinoamérica, recuperar los sistemas de signos propios, que transmitían relatos e historias a través de los tejidos, así como las lenguas que contenían la terminología adecuada para expresar esas vidas (Arnold y Espejo, 2013). Entiendo esto: que las cosas vivientes, como los textiles, las cerámicas, los morteros, el barro, el agua, las piedras, son el depósito donde se resguardan los archivos de la memoria y que si la bisabuela de Agostina, nuestras bisabuelas (o nuestros bisabuelos) hubieran entretejido sus cabellos entre los juncos, el chañar o la lana, hoy, si quisiéramos, podríamos encontrar con precisión a nuestros antepasados y, quizás, reconstruir una identidad.

Le dije a Agostina que las Abuelas de Plaza de Mayo habían pensado en eso. Lo vi en el documental La verdad en la sangre de Magdalena Cernadas: dejar un reservorio genético para el futuro, para que les nietes o bisnietes que todavía no han podido encontrar, puedan en su defecto encontrarlas a ellas, aún cuando ya no estén físicamente. Y, claro, este es el punto más importante de lo inalcanzable de la fotografía: Agostina necesita conectarse físicamente con su genealogía, con su abuela, a través de lo único que está segura que ha atravesado el tiempo, el espacio, los cuerpos. En su cabello, en el de las hermanas y de la madre que nunca tejió, está presente su bisabuela.

Termino con esto: todos los tejidos están compuestos por lo que se llama el cuerpo (trama) y el alma o corazón (urdimbre) y allí está, creo comprender ahora, la mejor definición, o metáfora, del sentipensar.

Gracias a Agostina por su tiempo, por compartir su trabajo y por intentar expresar verbalmente lo que las palabras no pueden a veces.

 

La Boca, Buenos Aires, abril 2022.

María Fernanda Piderit

 

Nota Revista Extrabismos

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